Era un amante excepcional, meticuloso y entregado. Añadiría que también pulcro, si así se puede ser en estos menesteres. Dominaba a la perfección lo que ya sabía, pero tampoco había perdido el afán por aprender y perfeccionarse, por “conocer más” en el amplio sentido de la palabra. La única pega es que no era mi amante, sino el más rendido y prendado amante de las palabras. Me consuelo pensando que hay peores objetos de deseo para un hombre y pocos rivales menos dignos para una mujer.
Sesudo como era,
se entregaba con escasa frecuencia a la
risa y la conversación intrascendente, esa que tanto relaja y tan amablemente
llena los resquicios del tiempo cuando se está cansado después de un día largo.
Aun así, en ocasiones, conseguía llevarle a mi terreno y parecía olvidar por un
rato la pesada carga que sin duda él sentía sobre los hombros. Entonces, como a
un niño al que hay que motivar, yo le hacía pequeños regalos.
Le traía
palabras preciosas como raras piedras, o musicales hasta el punto de cosquillear
el paladar; o palabras en desuso que encontré rebuscando en algún baúl del
tiempo, complicadas hasta rozar el sinsentido, o sencillamente palabras inventadas por mí para su diversión y la mía. Si
estaba de humor y se prestaba, jugábamos a las caricias del sonido al
pronunciar, a deleitarnos con vocablos esbeltos y elegantes como de pasarela, a
los sentidos escondidos entre los pliegues de las letras encadenadas, a las
confusiones del lenguaje que solo desde el cariño se pueden provocar y después
esclarecer. Puede parecer absurdo, pero compartir estos ratos con él resultaba
tremendamente erótico…
Después,
como llamándose a sí mismo al orden, volvía a ser él con todas las
consecuencias y la magia se desvanecía. El retornaba al ceño que yo adivinaba
fruncido, porque no nos veíamos las caras, y yo a la prudente distancia. Siempre he preferido que me echen de
menos a que me echen de más.
Guardo
buenos recuerdos de aquella época, y sin duda aprendí muchas cosas extremadamente
útiles que nunca necesitaré poner en práctica. Aún así no las cambio por aquel
beso fraguado a fuego lento que tardó años en llegar o aquellas caricias
apresuradas e incendiarias, como si el tiempo del Universo fuera a agotarse,
que en cierta ocasión me dedicó. Resultó que de tanto desearle me había vuelto
inmune a las vulgaridades de la piel.
Contradicciones
de andar en tratos con un amante de las palabras…
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si tienes algo que decir no te lo calles. Este es un sitio para compartir :)