jueves, 20 de noviembre de 2014

La transformación de Zora

ojos-Zora



“Aquí tienes, cariño. Muy bueno, seguro que tú gusta”. Y tras soltar el humeante plato delante de mí, se alejó con una expresión que seguramente quería ser una sonrisa. Estoy casi segura de que no estaba siendo un buen día para ella... 


No es que no sea amable con los clientes (confieso que siempre observo sus idas y venidas tan discretamente como soy capaz) pero la fiereza de sus ojos eslavos, apenas coloreados de verde, sus pómulos sobresalientes y altivos y esa forma de plantarse delante de cada mesa a tomar nota, casi desafiante, transmiten de todo menos dulzura. Tan solo las palabras contradicen por completo al resto de su talante: “cielo”, “cariño”, “guapa”, “guapo”… A buen seguro ella no es consciente de lo incongruentes que resultan en sus labios.


Al rato, cuando el comedor parecía momentáneamente bajo control, la vi tras la barra, hablando con otra de las camareras en lo que imagino era su idioma natal. Gesticulaba generosamente levantando el tono por encima de lo conveniente y soltaba un “¡mierda!” muy castellano de vez en cuando. No parecía que la otra tuviera culpa de nada, solo le hacía de confidente mientras servía cañas y asentía calmosamente. 


Hasta aquí nada fuera de la tónica habitual en los dominios de Zora, pero entonces llegó al restaurante un grupo de muchachos que a buen seguro eran trabajadores en busca de su menú. Eran jóvenes, rondando los treinta años, y vestían sus cuerpos, a simple vista fuertes y vigorosos, con uniforme azul marino de pantalón cargo y polo del mismo color. No tardaron en inundar el local con sus risas, sin complejo ni pudor algunos. “Para aguantar algarabías que está hoy Zora, pensé yo”.


Y efectivamente, al momento salió de detrás de la barra contoneando sus generosas caderas en dirección a la mesa recién ocupada. Más parecía una pantera a punto de atacar que una diligente camarera dispuesta a tomar la comanda. 


Apenas los saludó comenzó a recitar de memoria los diez primeros del menú mirando a ninguna parte en concreto, como quien se aburre de solemnidad y busca un mejor destino con la imaginación. Eso hasta que él la interrumpió preguntando “¿el pescado va con patatas o con ensalada?”. Bajó la vista hasta su cara como sorprendida del atrevimiento, pero al punto su mirada casi furiosa se tornó en otra cosa, algo que yo nunca había visto en los ojos de Zora. Ya no había cansancio, ni tedio, ni indiferencia.

Relajó milagrosamente la expresión como por encanto de alguna pócima mágica, se le dibujó una auténtica sonrisa en los labios y el verde de sus ojos se hizo más intenso. Hubiera dado cualquier cosa para apreciar sus pupilas, estoy segura de que reaccionaron.


No sé en qué quedó aquella historia porque mi acompañante y yo ya habíamos pagado la cuenta y acabado el café, no teníamos excusa para seguir allí, pero a menos que el muchacho de azul fuera ciego, debió intuir que tenía alguna posibilidad de alegrarle el día a Zora. Quizás, aunque solo por unas horas fuera, tuviera el poder de convertir a la pantera en gata mimosa. 

El caso es que me dio por pensar en lo increíblemente fuerte e impredecible que es la atracción entre seres humanos algunas veces y lo poco que puede hacerse al respecto para disimularla. No sé si es una suerte o un handicap, pero cuando alguien nos gusta y nos pilla desprevenidos, somos más que transparentes...

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