“Aquí
tienes, cariño. Muy bueno, seguro que tú gusta”. Y tras soltar el humeante plato
delante de mí, se alejó con una expresión que seguramente quería ser una
sonrisa. Estoy casi segura de que no estaba siendo un buen día para ella...
No
es que no sea amable con los clientes (confieso que siempre observo sus idas y
venidas tan discretamente como soy capaz) pero la fiereza de sus ojos eslavos, apenas
coloreados de verde, sus pómulos sobresalientes y altivos y esa forma de
plantarse delante de cada mesa a tomar nota, casi desafiante, transmiten de
todo menos dulzura. Tan solo las palabras contradicen por completo al resto de
su talante: “cielo”, “cariño”, “guapa”, “guapo”… A buen seguro ella no es
consciente de lo incongruentes que resultan en sus labios.
Al
rato, cuando el comedor parecía momentáneamente bajo control, la vi tras la
barra, hablando con otra de las camareras en lo que imagino era su idioma natal.
Gesticulaba generosamente levantando el tono por encima de lo conveniente y
soltaba un “¡mierda!” muy castellano de vez en cuando. No parecía que la otra
tuviera culpa de nada, solo le hacía de confidente mientras servía cañas y
asentía calmosamente.
Hasta
aquí nada fuera de la tónica habitual en los dominios de Zora, pero entonces llegó
al restaurante un grupo de muchachos que a buen seguro eran trabajadores en
busca de su menú. Eran jóvenes, rondando los treinta años, y vestían sus
cuerpos, a simple vista fuertes y vigorosos, con uniforme azul marino de
pantalón cargo y polo del mismo color. No tardaron en inundar el local con sus
risas, sin complejo ni pudor algunos. “Para aguantar algarabías que está hoy Zora,
pensé yo”.
Y
efectivamente, al momento salió de detrás de la barra contoneando sus generosas
caderas en dirección a la mesa recién ocupada. Más parecía una pantera a punto
de atacar que una diligente camarera dispuesta a tomar la comanda.
Apenas
los saludó comenzó a recitar de memoria los diez primeros del menú mirando a
ninguna parte en concreto, como quien se aburre de solemnidad y busca un mejor
destino con la imaginación. Eso hasta que él la interrumpió preguntando “¿el
pescado va con patatas o con ensalada?”. Bajó la vista hasta su cara como
sorprendida del atrevimiento, pero al punto su mirada casi furiosa se tornó en
otra cosa, algo que yo nunca había visto en los ojos de Zora. Ya no había
cansancio, ni tedio, ni indiferencia.
Relajó
milagrosamente la expresión como por encanto de alguna pócima mágica, se le
dibujó una auténtica sonrisa en los labios y el verde de sus ojos se hizo más intenso.
Hubiera dado cualquier cosa para apreciar sus pupilas, estoy segura de que
reaccionaron.
No
sé en qué quedó aquella historia porque mi acompañante y yo ya habíamos pagado
la cuenta y acabado el café, no teníamos excusa para seguir allí, pero a menos
que el muchacho de azul fuera ciego, debió intuir que tenía alguna posibilidad
de alegrarle el día a Zora. Quizás, aunque solo por unas horas fuera, tuviera
el poder de convertir a la pantera en gata mimosa.
El caso es que me dio por
pensar en lo increíblemente fuerte e impredecible que es la atracción entre
seres humanos algunas veces y lo poco que puede hacerse al respecto para
disimularla. No sé si es una suerte o un handicap, pero cuando alguien nos
gusta y nos pilla desprevenidos, somos más que transparentes...
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