El líquido ambarino descendía
por las paredes del vaso como la luz por los mugrientos cristales, adherente y
perezosa. Había que apurarlo de un trago, pero no se decidía. A cambio lo
miraba curiosa tratando de adivinar su sabor, que intuía amargo, y los posibles
efectos que podría tener sobre ella.
Tumbada con laxa desidia en
aquel sofá pasado de moda, era la mujer más atractiva y deseable de cuantas
asistieran al “evento”, pero ella no era en absoluto consciente. A sus 50 años
pensaba que lo mejor de su vida ya había quedado atrás y que su cuerpo,
inesperadamente firme y suave para esa edad, no tenía nada que ofrecer al deseo
de los hombres. Era su propia percepción, incrustada en su inconsciente a base
de soledad y desengaños, y nada podía hacer que cambiara. Quizás por eso se
encontraba allí, quizás por eso aceptó una invitación que ahora consideraba
estúpida y arriesgada aunque en otro momento le pareciera una luminosa
oportunidad.
Se dedicó a mirar en rededor
mientras sostenía la copa, observando a la gente que iba y venía con extraños
atuendos de exóticos tintes. Delgadas en extremo ellas, por completo a la moda,
casi demacradas tras los llamativos maquillajes; y artificialmente solícitos
ellos, con lascivia mal disimulada tras la mirada. Ella no encajaba allí, con
su sensatez y su ordenada vida a cuestas, pero seguramente era tarde para
pensar en eso.
No tenía ni idea de quién era
el anfitrión, pero esperaba por el bien de todos que no hiciera juego con la
decadente decoración de aquel caserón que escondía lo inhóspito de su
construcción con divanes, cortinas de gasa y coloridos cojines por todas
partes.
Al fin cerraron las puertas
del gran salón y los camareros, con sus enormes bandejas doradas, ahora vacías,
se retiraron. La música de acordes orientales subió un punto de volumen y
pareció comenzar un susurro que acariciaba las pieles entibiándolas. Era la
banda sonora perfecta para el leve batir de pestañas que presagiaba miradas
llenas de intención, nerviosismo y excitación.
Todos tenían ya su copa, el
momento de la verdad había llegado: bebió sin pensar más, al unísono con sus
compañeros, como si todos fueran una sola garganta sedienta de sensaciones y
amor perecedero.
Más pronto que tarde el
efluvio de la desinhibición tomó posesión de las voluntades, por otra parte
proclives, y ella sintió que todo, absolutamente todo, quedaba atrás. Complejos,
pesadumbre, barreras y carencias fueron engullidas por una hoguera imaginaria
que ardía en su interior.
Esa noche volvería a ser el
animal libre y voraz que hacía demasiado tiempo ella se había prohibido ser, un
paréntesis entre tanta cordura descolorida e insípida.
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