Sobre su querida mesa las sempiternas
gafas de pasta negra y una mancha de luz artificial emborronando vigilias a
destiempo. Era escritor solo de vocación, pero qué más hubiera querido él que
ganarse la vida gastando las horas y su vista mientras hilaba historias sentado
en aquella vieja silla, antaño color café.
De día inventaba, soñaba, tramaba,
acumulaba jirones de vidas vividas solo en su cerebro. Y también pagaba su pan
y las facturas recogiendo la basura y el desdén de otros, pero eso no contaba.
De noche era el señor de su castillo de
letras y derrochaba a manos llenas la existencia que hubiera debido ser sueño. Era
preciso verter en arcas de tinta y papel su precioso tesoro.
Así trazó el mapa de su felicidad, ni
más ni menos certero que otros, hasta que un día el Insomnio perenne, por tanto tiempo
convocado, vino a tomar posesión de su más devoto siervo. Perdió su trabajo y
la razón, pero por fin se convirtió en escritor de profesión. El más grande
escritor de sinsentidos jamás conocido.
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