Desperdicié
muchos momentos pequeños que parecían no significar apenas nada y que sin
embargo ahora lo serían todo. Esta muerte mía me ha vuelto patas arriba las
prioridades y ha relativizado con crueldad la importancia de las cosas.
Ahora
que solo puedo quererte desde este frío silencio que casi me enloquece daría
todo lo que tengo, aunque es más bien poco, por volver a oír tu risa redoblando
la mía. Quizás porque no tengo nada no puedo comprar ese privilegio; aquí se
mercadea con las lágrimas y los recuerdos. De las primeras no me quedan, de los
segundos no quiero desprenderme.
Una
quietud inamovible me atenaza los huesos del alma, no sabes cómo duele, y echo
de menos la tibieza reconfortante de tu cuerpo que ahora se me antoja ascua
resplandeciente de vida. Ya ves, hasta me conformaría con el calor de una de nuestras
estúpidas discusiones, porque cualquier cosa es mejor que esta soledad polvorienta
de desván abandonado e inútil.
Aquí
ya no hay piel, ni sangre, ni corazón. No tengo conciencia de cuerpo ni me
siento porque merodean petulantes la nada, la anestesia total, la ausencia con
mayúsculas. No te haces una idea de lo
terrible que resulta respirar ausencias de todo lo que amaste alguna vez.
Tampoco hay ya colores, solo un peso gris sobre el pecho y bajo los párpados
del que no puedes escapar.
Tengo
tanto que decirte, amor mío, que no diré nada. No quiero cargarte con el yugo
de unas penas que aún no son las tuyas, de una oscuridad despótica y maloliente
que aún no te acecha, de un eco de negra podredumbre que sé eterno y que acabará
por engullirnos a todos.
Solo
te daré un consejo, hazlo por mí: no te limites a estar vivo, ¡vive!
Julia C.
Julia C.