Era un capricho casi febril: se le antojaba que su boca formaba
una “O” perfecta. Carnosa, sonrosada, retadora. Era una indecente provocación
en sí misma, y estaba hambriento.
El la miraba desde arriba, impetuoso, sintiéndose dueño. Y en
verdad era el artífice de sus suspiros y jadeos, mas no el dueño del nombre que
la boca pronunciaba mudamente.
¿De qué sirve hacerte con el cuerpo si el alma que custodia no
te acoge y se rinde a la par? Pensó él insatisfecho. No es entrega verdadera la
que solo ofrece el cuerpo y mantiene a resguardo el alma, consideró ella.
Y aún quedó una posibilidad para el veredicto de inocencia…
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