Era un largo y angustioso
peregrinaje de hospital en hospital, consultando a cuanto especialista creían pudiera
ser de ayuda para su hija. El tiempo y las esperanzas se iban consumiendo un
poco más tras cada visita, y lo cierto es que nadie terminaba de ponerle un
nombre a la enfermedad que aquejaba a Natalia.
Los síntomas, extravagantes y
variables según el día, vapuleaban sin descanso su pobre cuerpo. Tal era así
que al principio su caso despertó el interés de la comunidad científica, pero
la expectación duró lo que tardaron en agotarse las opciones sin que nada
concluyente se pudiera determinar. Entonces los médicos, temerosos de perder su
prestigio profesional, comenzaron a evitar a la paciente.
En todo aquel tiempo ella no
se quejó nunca. Quería sanar, pero sobre todo quería a sus padres y detestaba
verlos tan preocupados. Fue obediente y colaboradora en cada cosa que el
personal sanitario le solicitó, pero viendo que nada le procuraba alivio, se
refugió cada vez más en un mundo paralelo que iba construyendo, paso a paso, en
un cuaderno de notas.
A nadie le preocupó de dónde
había salido el cuaderno, que aunque extraño y viejo a ella parecía encantarle,
pero Natalia lo tenía desde hacía ya unas semanas, justo cuando empezó a
enfermar. Lo encontró un día en un banco del parque y desde el primer momento
lo tomó, siendo como era una niña muy imaginativa, por mágico. Escribía en él
constantemente, pero tan solo en una ocasión su padre se interesó por el
cuaderno y lo que su hija pudiera anotar en él. Al ver que eran frases sin
sentido su mirada se humedeció, le acarició la cabeza compasivamente y la dejó
hacer. Sin duda aquel galimatías era fruto de lo mucho que la niña estaba
sufriendo. No le dio más importancia.
Cuando todas las puertas de
la medicina tradicional se cerraron, los padres de Natalia empezaron a
consultar a videntes, charlatanes y curanderos de todo género. De nuevo la
esperanza, la ilusión de que Natalia al fin mejoraría. Pero no tuvieron mucha
más suerte que en su recorrido por los hospitales.
Para aquel entonces los
síntomas habían evolucionado y el malestar no solo aquejaba a su cuerpo, sino también
a su mente. Se agitaba mucho durante el sueño y hablaba sin sentido, impidiendo
descansar a nadie en la casa; escribía en cuanta superficie tuviera a
disposición usando lo primero que encontraba, aunque nadie entendía el
significado de sus palabras inventadas; había reescrito cada hoja de su
cuaderno cientos de veces, hasta el punto de que las hojas estaban cubiertas de
tinta casi en su totalidad. Hubo una ocasión en que sus padres intentaron que
se deshiciera de él, pero ella insistía en que no podía porque era “el
testamento”.
-
¿El testamento de
quién, Natalia? Cariño, danos ese cuaderno, te compraremos uno nuevo.
Pero Natalia negaba con una
enigmática y aterradora expresión en la cara, abrazada fuertemente al ajado montón
de hojas.
Las cosas siguieron así algún
tiempo más para desesperación del matrimonio, y cuando ya estaban convencidos
de que no volverían a ver a su hija libre de aquella enajenación que les
infundía temor, Natalia se restableció. De la noche a la mañana parecía ser de
nuevo “su” Natalia. No había una explicación, pero estaban agradecidos.
La niña guardó en su
escondite preferido el cuaderno y no volvió a necesitarlo porque al fin se
había consumado el proceso de la herencia. Aquel escritor que una vez vendiera
su alma al diablo por una vida llena de letras, había conseguido transmitir su
legado y también su deuda...
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