sábado, 4 de julio de 2015

La herencia



I

El mismísimo notario parecía formar parte del mobiliario, plenamente integrado como estaba al panorama de aquella rancia habitación. No es que estuviera sucia, es que el paso de los años todo lo recubre de una pátina invisible de decadencia, incluso aunque la habitación pertenezca a una mansión y solo los muebles ya cuesten una auténtica fortuna.

Fueron llegando con cuentagotas y más bien tarde, seguramente temiendo los unos tener que cruzar una palabra con los otros. Sin duda la lectura del testamento era un reclamo lo bastante poderoso como para reunir a la familia después de tantos años, pero no por eso iban a dejar la vieja costumbre de ignorarse o despreciarse entre sí.

La primera en aparecer fue Rose, una mujer esbelta y sensual como una gata que jamás hubiera pisado un vertedero. Ya era inmensamente rica gracias a sus ventajosos divorcios, pero no por eso pensaba dejar de reclamar un solo penique del testamento de su padre que ella considerara que le correspondía. Vino acompañada de su único hijo, un adolescente pelirrojo de mirada sagaz y rostro pecoso.

Su hermano John, el mayor de los tres vástagos del finado, llegó tras ella. Se hacía acompañar de su hierática esposa, una enfebrecida amante de las operaciones de estética, y de sus dos hijas gemelas. Lástima que en plena juventud ya compartieran la afición de su madre por el quirófano.

Y por último se personó en la sala una extraña pareja que a todas luces desentonaba con el estatus social de la familia y a la que nadie de los presentes parecía conocer.

El ayudante del notario, siguiendo una leve indicación de cabeza de éste, cerró por fin las puertas de la biblioteca. El silencio entre los presentes era pernicioso y espeso.

“Estamos aquí para dar lectura a las últimas voluntades del Barón Locker. Siguiendo sus instrucciones han sido convocados todos sus hijos, a excepción, por motivos obvios, del recientemente fallecido Andrew Locker”.

Rose y John interrumpieron al notario con una exclamación ahogada y se miraron por primera vez interrogándose mutuamente con los ojos. ¿Estaba el benjamín de la familia muerto? ¿Cuándo, cómo, dónde?

“Suicidio, hace dos meses, en esta misma casa. Se encontraba de visita viendo a su padre y decidió, muy inoportunamente por cierto, quitarse la vida”, contestó en tono cansino el Sr. Worsworth. Estaba claramente molesto por tener que interrumpir su discurso para hacer aquella aclaración.

Hubo conmoción en la sala ante la noticia, pero nada comparado al momento en que el honorable anciano, cumpliendo con sus obligaciones, presentó a la sra. Morse y a su hijo Thomas, que a la sazón era también hermano de ellos. Un desliz del difunto, sin duda, porque el joven de flequillo rebelde y ojos verdes como pedazos de jade tenía al menos treinta años.

“¡Intolerable!” es lo único que acertó a decir John.
“Legalmente reconocido” apostilló el notario para atajar ese asunto sin más.

A partir de ese momento ya estaban preparados para oír cualquier cosa. Los secretos de familia bajo la alfombra parecían haber cobrado vida y correteaban libremente por la sala.

Terminó de leerse un testamento en extremo minucioso que detallaba a la perfección qué propiedades, títulos y activos del banco correspondían a cada hijo. Las partes no eran equitativas desde el punto de vista de John y Rose. Por supuesto ellos consideraban que Thomas estaba robando la herencia que correspondía a sus hijos y que no era más que un advenedizo y un oportunista. Nadie los convencería nunca de lo contrario.

Solo quedó un cabo suelto. Respecto a la mansión que ocupaban en ese momento y que había sido la residencia oficial de la familia durante generaciones, se añadía únicamente una nota: la heredará el único de mis hijos que tiene las manos limpias de sangre.

II

Lo natural hubiera sido que los tres hermanos hubieran empalidecido ante la sola posibilidad de que alguno de los otros tuviera un crimen a sus espaldas, como insinuaba su padre en el testamento. Pero lo cierto es que parecían más bien compugidos, tristes, seguramente ante la perspectiva de ir a perder ellos mismos ese sustancioso pellizco de la herencia.

El notario, que no en vano era un hombre de avanzada edad, propuso hacer un receso para descansar y tomar un refrigerio que anunció ya estaba servido en el salón Bohemia, así llamado por albergar una notable colección de exquisitas piezas fabricadas con dicho cristal. Los demás no protestaron, a pesar de que tenían pocas ganas de confraternizar y muchas de saber cómo habría dispuesto su padre llegar a saber quién de entre ellos tenía “las manos limpias de sangre”. 

John tomó una de aquellas copas de vino ligero y espumoso y se situó en el dintel de la puerta, muy cerca del mayordomo, el sr. Kingston. A pesar de su cara de pocos amigos y lo envarado de su postura, John sentía por él un entrañable afecto. Cuando solo era un niño le había guardado el secreto de mil travesuras, ahorrándole así temibles reprimendas de sus padres y convirtiéndose en su cómplice.

-¿Qué tal le va la vida, sr. Kingston? - No quiso tutearle para salvaguardar la dignidad en el cargo del anciano.
-Tengo que hablar con usted, señorito John. Necesito contarte algo terrible que me pesa en la conciencia.

John se quedó mudo de la sorpresa ante aquel inusual saludo, pero se recuperó de inmediato. Viviendo en el seno de su “querida” familia había aprendido desde temprana edad que la información era poder.

-Espéreme en el gabinete azul, por favor, voy enseguida.

Cerraron la puerta con llave y sin sentarse siquiera, el sr. Kingston comenzó su historia. Era la primera vez en su vida que John le veía preso de tal ansiedad y nerviosismo.

“El día que vino su hermano, el señorito Andrew, el servicio tenía la tarde libre por expreso deseo de su padre. Supusimos que quería disfrutar de la compañía de su hijo en privado, así que dejamos todo dispuesto para una cena fría y sobre las cinco y media todos dejaron la casa. Yo lo habría hecho también de no ser por un leve catarro que comenzaba a manifestarse. En aquel momento no quise importunar al señor con tal nimiedad y no le dije nada; me limité a retirarme a las dependencias del servicio y a permanecer allí.

Tenía intención de acostarme pronto, pero antes, sobre las diez, quise asegurarme de que el Barón no necesitaba nada. Subí arriba y sin poderlo evitar oí cómo discutía con su hijo. Le estaba llamando depravado del demonio y sodomita inmundo. Y el joven señor también gritaba diciendo que no era asunto suyo con quién se acostara y que se limitara a darle el dinero del chantaje. Por lo que pude entender el último de sus amantes no estaba por la oportuna discreción deseable en un caballero, ya me comprende”.

John no daba crédito a lo que estaba oyendo. Trató de tranquilizar al sr. Kingston y le animó a continuar.

“Volví a mi cuarto e intenté dormir, pero sin éxito. Sobre las dos de la mañana me levanté para hacerme una infusión y ver si así lograba conciliar el sueño, y allí estaban ellos, en la cocina: su padre y el bastardo. Hablaban quedo para no despertar al pobre señorito Andrew, pero yo oí claramente cómo el señor le encargaba al otro que borrara “esa mancha intolerable de su familia”. Yo sabía muy bien a lo que se estaba refiriendo, y al día siguiente su hermano estaba muerto en la bañera, con las muñecas abiertas ”

-Así que el bastardo no puede heredar la casa, ¡perfecto!

Es todo lo que acertó a pensar el siempre práctico John…

III

Apenas terminaba de quejarse el viejo reloj de la biblioteca con su lastimera campanada cuando se reanudó el encuentro. La una del medio día recién estrenada y ya estaban todos en sus asientos, expectantes y seguros de poder mantener sus propios secretos a buen recaudo.

Los adamascados cortinajes de color verde hoja que cubrían los ventanales eran más que suficientes para contener los tímidos rayos de sol, y sin embargo todos tuvieron la sensación de que la temperatura había subido algunos grados en la habitación. Se sentían un poco extraños.

El señor Worsworth se situó ceremoniosamente frente al atril y retomó la palabra.

-         Bien, ha llegado el momento. Sin tener en cuenta posibles implicaciones con la ley, procederemos a esclarecer el nombre del heredero de la mansión familiar – se notaba claramente que el notario estaba disfrutando con la tensión de sus oyentes - . Empezando por el primogénito y siguiendo en estricto orden de edad, vendrán aquí a contarnos lo que deben.

Los asistentes se miraron entre incrédulos y divertidos por la ocurrencia del anciano, pero el caso es que sin poderlo evitar, como impelido por alguna fuerza invisible, John se levantó y se situó donde le correspondía, al frente del atril. Tal pareciera que le urgiera confesar.

-         Le haré la pregunta que debe contestar, sr. Locker, y no podrá evitar decir la verdad. ¿Tiene usted las manos limpias de sangre?

Una ligera transpiración cubría ya el cuerpo de John y su mente serpenteaba sinuosa entre recuerdos pasados. Era el efecto de la droga de la verdad que todos habían ingerido durante el frugal y traicionero almuerzo.

-         Madre no debió tratarme así, yo no era nada para ella a pesar de que debiera haberme preferido sobre los demás por ser el primero. Estaba harto de que me ridiculizara, de que me dijera siempre que mi voz era demasiado aguda para ser un buen orador, incluso de que se riera de mi esposa por haber aceptado casarse conmigo. No hice nada, pude pero no quise – Sus ojos en trance y llenos de lágrimas sin duda estaban visualizando la escena en cuestión –. Dejé que se ahogara. Si no servía para nada tampoco para darle su medicina, así que cerré la puerta y me marché.

Los sudorosos espectadores no parecieron en exceso sorprendidos, seguramente porque estaban ansiosos de su propio debut como criminales confesos y necesitaban concentración para repasar sus papeles. El siguiente en ser llamado al atril fue Thomas, quien contó, palabra por palabra, la misma historia que el mayordomo antes le refiriera a John. Y entonces fue el turno de Rose, la niñita de papá.

Se puso en pie aferrada a su bolso Versace como a un salvavidas y se dirigió obedientemente hacia el atril. Tenía la mirada vidriosa y la tez cadavéricamente pálida. Ya no hizo falta que el notario le formulara la pregunta, ella conocía de sobra la dinámica de aquel macabro juicio.

-         Yo no quería a aquel bebé – dijo mirando a ninguna parte en concreto -  y tuve que deshacerme de él. Estaba asustada, no podría haberlo hecho pasar por hijo de mi primer marido y tampoco podía contarle a nadie que yo siempre había jugado con papá a cosas de mayores, ¡era nuestro secreto! –sollozó ligeramente y luego, como viendo un rayo de esperanza en ese punto indeterminado, añadió -  pero no merezco castigo, luego lo arreglé para que me perdonara. Un bebé muerto por otro nacido. No dejé que ninguno de mis maridos me preñara, solo papá. Y me dio a mi dulce Robert.

El pobre señor Worsworth, curtido por mil historias familiares de la alta sociedad con mucho que esconder, jamás había visto ni oído nada parecido. Aquello era un nido de podredumbre moral sin igual. Pero era un profesional, así que se ajustó los anteojos, puso cara de póker y apostó toda su credibilidad a que solucionaría aquel entuerto legal sin escándalos y siguiendo, al pie de la letra, la última voluntad de su cliente.

Lo dispuso todo para transferir el título de propiedad de la mansión familiar al joven Robert, que quizás solo por su corta edad aún cumplía el requisito exigido para heredar: tener las manos limpias de sangre.

Julia C.

Código 1507054562489
Fecha 05-jul-2015 7:11 UTC
Licencia: Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0

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