sábado, 30 de septiembre de 2017

Las cosas que él dice




* Me lo dice de buen rollo, pero me lo dice: “Nena, tienes pelo de perro”. Pudiera parecer un insulto, pero si te fijas en la sonrisa tierna y la mirada orgullosa mientras acaricia mi cabeza, sabes que no. Él es calvo, o “aerodinámicamente evolucionado”, como le digo siempre, y yo todo lo contrario: pelo abundante, fuerte, brillante y corto. Pues eso, como los perros. 

* “Llévate ésta, yo te la regalo”. Extiende su mano hacia mí ofreciéndome una barra de labios color rojo encendido; hoy se ha empeñado en acompañarme a la perfumería. “Cariño, yo no me pinto lo labios de ese color hace años”. “Por eso, para que vuelvas a pintártelos como cuando tenías veinte y éramos novios. ¡Estabas preciosa!”. “Ya no me queda bien, no me gusta ir tan llamativa a mi edad”. Aquí no dice palabra, pero su gesto es más que elocuente porque a él siempre le han importado un pimiento las apariencias y lo que opinen los demás. De repente ha recordado que prefiere estar en la librería del centro comercial y me deja allí, con mi beso en la mejilla y sintiéndome fatal. Malo si no le doy gusto y malo si me compro algo que estoy segura no voy a usar. Tremendo dilema.

* “Ay que ver lo que estorban siempre tus pies”. Sonríe maliciosamente, al borde del sadismo, mientras me los transporta en vilo un palmo más allá usando el dedo gordo como asa. A mí me encanta el juego y me encanta sentir esa tensión en el pulgar, por eso le provoco mientras le hago ojitos desde la cama o el sofá: “mira, cariño, me dejé los pies ahí olvidados”. Resopla haciendo su papel a la perfección y contesta: “¡Qué descuidada!, ya los quito yo de en medio”

* “¡La confianza da asco! La próxima vez que te saquen la sangre en el Centro de Salud y ya verás qué bien te portas”. Pero esa ocasión no llega y cada vez olvida mis aspavientos al ver venir la aguja, mis quejas porque la goma del brazo está demasiado apretada, mis instrucciones cansinas, como si fuera yo la que lleva veintiséis años de ejercicio profesional a las espaldas y no él. Menos mal que cuando hemos terminado y los tubos reposan en el soporte, repletos de rojo contenido, me acepta un beso arrepentido y se olvida de lo pesada que soy. Hago propósito de enmienda, hasta la próxima aguja, claro.

* “¿Quieres llevar tú el coche hoy?”. Sabe que odio conducir, que sigo siendo una novata a pesar de los años de carnet, que el más mínimo tráfico me saca de mis casillas. “Hoy no me apetece mucho (ni nunca) y allí es difícil aparcar…”. Los dos sabemos que es una excusa, y quizás por eso el matiz de su voz ha ido cambiando con el tiempo al hacerme la pregunta. “Puedes y sabes hacerlo tan bien como cualquiera, yo voy muy tranquilo cuando conduces tú”. Ahora sí es firme el tono que usa, contundente; no sé si quiere convencerse él o convencerme a mí. No me queda más remedio que quererle por esa confianza ciega (e infundada) que me profesa. A veces incluso le cojo las llaves y me pongo al volante. Que Dios reparta suerte.

* “¿Cuándo vas a retirarme?”. Acaba de leer lo último que he escrito y mira fijamente la pantalla del ordenador, con las manos entrelazadas sobre el regazo. Siempre es el primero: le pido que me corrija posibles faltas de ortografía, finales que no se entiendan, fallos argumentales, frases que suenen mal. Él es un gran lector y confío ciegamente en su criterio, aunque a veces le discuta alguna opinión sobre mis textos, ¿a quién le gusta que le digan que su retoño ha nacido con defectos? “¡Qué bonito/chulo/interesante! Si te lo tomaras en serio serías una gran escritora”. Le beso en los labios para que no siga diciendo tonterías, pero mi autoestima sube varios enteros y desearía que fuera verdad. De momento, la única verdad, es que a él le gusta lo que escribo. Suficiente para mí.

Julia C.

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